terça-feira, 17 de março de 2009

Profesores

Créo que esta será la crónica más larga que ya publiqué, pero esta es, justamente, la más importante y grande diferencia entre escribir aqui y enviar textos para el diario. En éste aceptan hasta 50 líneas mientras que en el blog uno no tiene límites para expresarse, tanto en cantidad como en calidad. Es muy difícil para mí tener que reducir mis textos -lo que no es en absoluto mi fuerte- pues pienso que todo lo que escribí tiene que ser publicado y leído, y siempre tener que escoger los más cortos o entonces contenerme para no desenvolver al máximo un tema cuando se trata de enviar una crónica para el diario, lo que me deja bastante frustrada. Antes, la columna tenía harto más espacio (créo que las 50 lineas de verdad) pero últimamente está mucho más pequeño, no sé por qué, y ni siquiera publican más la foto del autor del texto... Créo que luego voy a tener que especializarme en hai-kais, si la cosa continúa así!... Pero, de cualquier forma, es una oportunidad excelente para divulgar mis trabajos, pues sé que la Folha de Londrina tiene grande alcance regional y tengo el honor de que mi nombre sea el que más apareció en esta columna hasta hoy, lo que quiere decir que mis textos deben tener algo de bueno, no es verdad?, algo que les gusta a las personas y por eso quieren continuar leyendo... Entoces, aquí vamos de nuevo, y esta vez voy a abusar de la paciencia de mis lectores. Pero si comienzan a sentir dolor de cabeza, pueden dividir la lectura en capítulos, ok? (la cosa es larga, como pueden ver! Y todavía tiene dos partes más!)

Rojo. Su imagen esbelta y elegante, con aquel aire en que se mezclaban la severidad y la extremada educación y suavidad, la eficiencia y el equilibrio, está invariablemente ligada a este color, pues él estaba siempre, de una u otra forma, presente en algún detalle de su indumentaria. No consigo más recordar su nombre - a pesar de que ella fué mi profesora de inglés durante dos años en la educación media- pero su fisonomía aparece nítidamente delante de mí: cabellos negrísimos y siempre perfectamente arreglados, cejas gruesas e bien definidas, labios finos siempre pintados de rojo, ojos obscuros y severos en el rostro estrecho, un leve maquillaje. Pequeños aros de perla, collar discreto, reloj, pulsera también discreta, algunos anillos de muy buen gusto. Falda ajustada, piernas finas, zapatos de tacón 3/4 siempre combinando con la cartera, un broche en la solapa del blaser, uñas lijadas y siempre con esmalte rojo. Su voz ronca y baja, sus gestos firmes, su rara sonrisa, el brillo de sus ojos negros... Qué era lo que yo sabía acerca de ella en esa época en que mi ombligo era el centro del universo? Sólo que era tan elegante y educada, tan eficiente y magnánima, tan serena y afable a pesar de aquella severidad implícita en su postura. No me interesaba si estaba bien casada, si tenía hijos, si le gustaba ser profesora, si ganaba un buen sueldo ni cómo conseguía estar siempre tan elegante y sobria, bien peinada y con la manicure impecable. Lo único que yo sabía era que, al entrar por la puerta de nuestra sala, alguna cosa mudaba en el aire, y no era tan sólo el suave aroma de su perfume que se extendía a nuestro alrededor. Todo parecia asentarse en sus debidos lugares, incluso nosotros mismos y nuestra inagotable energía. El ambiente se silenciaba, sosegaba, se limpiaba. De pié delante del pizarrón, semejante a una reina frente a sus súbditos, ella parecía ejercer algún tipo de fascinación sobre nosotros. Yo la contemplaba, admirada, sin siquiera osar pensar en hacer desorden, y me prometía a mí misma que cuando fuese adulta haría todo para parecerme a ella. Cultivaría el buen gusto, la eficiencia, el sereno control sobre las situacioes y las personas, la magnanimidad, la majestad que ella poseía. Simplemente, parecía una emperatriz, a pesar de su total falta de belleza!... Y yo me decía que haría lo posible para desenvolver esa realeza, ese porte imponente y al mismo tiempo afable y receptivo. Qué combinación perfecta!...
Esta sencilla profesora de inglés de la enseñanza media, que hace muchos años desapareció de mi vida y que tal vez ni se acuerde de mí -si es que está viva todavía- se volvió sin saber un ideal de mujer que nunca conseguí olvidar y que hasta hoy, de alguna forma, persigo y trato de imitar.
Hoy pienso en mis profesores -sobre todo ahora que yo misma me torné uno de ellos- y en lo que dejaron como legado para mí y todos los que fueron sus alumnos, en cómo influenciaron nuestras actitudes y opciones... Me acuerdo, por ejemplo, de la señora Adriana, profesora de castellano, bajita y rolliza, con aquel cabello, de un rubio muy extraño, y que parecía un sólido casco que ninguna tempestad o terremoto derribaría, y aquel rouge rojo coral siempre un poco fuera de los labios finos, que vivía insistiendo en que yo no era mejor sólo porque no quería, porque era floja y acomodada... Y no dejaba de tener razón... Y la señora Carla, profesora de dibujo, aquella distinguida y esbelta mujer de piel alba y grandes ojos verdes enmarcados por el cabello gris cayendole en graciosos rizos sobre la frente, siempre radiante y llena de optimismo a pesar de nuestros desastres artísticos, que despertó en mí el placer de dibujar y a quien traicioné vilmente esparciendo por toda la escuela el sobrenombre estúpido (y que encontré muy divertido y osado) que inventé para ella: "Tallarín escurrido" -era muy alta y muy delgada- Todavía me duele recordar la decepción y la tristeza estampados en sus lindos ojos al saber que la autora del sobrenombre había sido justamente yo... La profesora de matemáticas -para mí, la materia más abominable ya enseñada en las escuelas- una alta y seria señora (parece que haciendole justicia a su aula machacante e interminable) que hablaba un lenguaje totalmente incomprensible y horrendo para mí: números enteros, ecuaciones, fórmulas áridas y totalmente sin lógica que teníamos que aceptar, memorizar y utilizar sin cuestionar su origen o su finalidad... La señora Rubi, profesora de biología, baja, de cabellos canosos y crespos, gruesos anteojos , sin una gota de maquillaje y siempre vestida de negro y gris, usando medias gruesas y unas zapatillas de género rescatadas de alguna liquidación del Ejército de Salvación, o entonces unos zapatos que parecían de bailarina de flamenco, ruidosos y de taco grueso y, claro, su indefectible chal de lana. Esta mujer de tez amarillenta atormentó buena parte de la vida escolar de mi hermana con sus exigencias de perfección y disciplina, y después trató de continuar su saga neurótica conmigo, sin embargo, terminó jubilando al final de nuestro primer año juntas y, ciertamente, no dejó a nadie con nostalgia... La profesora de música -de quien tampoco recuerdo el nombre- siempre animada y sonriente, pareciendo un picaflor tratando de imponerle orden y afinación a aquella turba ruidosa y desinteresada que, cuando estaba realmente com ganas de cooperar, podía transformarse en un verdadero coro de ángeles. Todavía me acuerdo de algunas de las hermosas músicas que aprendimos bajo su dirección, todas a dos o tres voces, perfectamente afinadas y sincronizadas, que llenaban la sala de clases -y toda la escuela- haciendo que mi alma se elevara hasta dimensiones indescriptibles!... El joven y guapo profesor de historia que transformaba cada aula en el capítulo de una emocionante novela de la cual siempre estábamos ansiosos por conocer lo que sucedería después, y que acabó enamorandose de una de mis compañeras mayores, ocasionando un escándalo sin precedentes en los anales de nuestra tranquila escuelita. Como todos le teníamos un grande cariño tratamos de apoyarlo y hasta de defenderlo de todas las formas que podíamos, pero en nuestra edad y posición no teníamos ninguna influencia en la dirección, nuestro afecto y respeto no significaban nada delante de su monstruoso comportamiento, por lo tanto, no nos quedó otra sino despedirnos de él cuando fué sumariamente despedido y quedarnos sin saber el descenlace de las entretenidas aventuras del caudillo Manuel Rodríguez en su lucha contra los conquistadores españoles. Esto, y acompañar de lejos la vergüenza y el sufrimiento de nuestra compañera, que se quedó totalmente arrasada com la partida de su gran amor... Y aquel otro profesor de educación física, recién titulado y pareciendo un gallito de riña, pecho inflado y voz estentórea, histéricamente atlético y saltón, que para castigarme por mi constante falta de atención en los ejercicios de basquet-ball, me dió un pelotazo en la cara (con esa pelota dura como una roca) que me dejó con la boca hinchada por una semana. Puchas, cómo lo odié por eso! Fué tan abusivo y fuera de lugar! Pasé una semana escondiéndome de todo el mundo, transformada en un ridículo monstruo de inmensos y deformados labios morados, respondiendo preguntas idiotas, aguantando chistes y risitas a mis espaldas y comiendo sopa com pajita, todo por causa de su ridículo castigo... Y finalmente, el señor Roberto. Roberto Astudillo Cornejo, profesor de castellano de mi último año de enseñanza media. De éste recuerdo cada detalle: pequeño y delgado, de piel morena y cabellos lisos y negros, con una mecha rebelde siempre cayéndole sobre la frente estrecha, inmensos ojos obscuros, manos delicadas y pequeñas, tan finas cuanto su rostro anguloso. La ropa siempre le quedaba grande, el cuello y los puños de la camisa parecían bastante gastados, pero siempre muy limpios y planchados, y la corbata raramente combinaba con esos ternos de color indefinido que usaba. Zapatos impecablemente lustrados, pero con calcetines de caño suelto o entonces unos dos números mayores que su pierna... Un completo anti-héroe, feo y debilucho, que fumaba como una chimenéa y tosía como un perro asmático, lo que ya lo había llevado un par de veces al hospital con principio de tuberculosis... Pero que con su vocecita afónica y sus gestos medio inseguros me abrió las puertas de este universo maravilloso que es el de la creación literaria. Fué él quien despertó en mí esta vocación fascinante, mágica, catártica, que es poner el alma en una hoja de papel; esta posibilidad infinita de comunicación, de revelación, de creación que puede llegar a todos. Me impulsó, me dió la oportunidad, tuvo fé em mi don y lo hizo florecer y penetrar en mis venas, en mi alma y transformar mi existencia, dandome la oportunidad de mostrar quién soy realmente, de cuerpo y alma. Ni este diario ni nada de lo que escribí hasta hoy existiría si no fuera por él. Aquí se aplica perfectamente el verso de Milton Nascimento: "Toda vida existe para iluminar el camino de otras vidas que encontramos"... Aquel hombrecillo aparentemente insignificante, que daba clases en una escuelita de barrio, débil y enfermizo, y no obstante capaz de pelear bravamente con la directora (la señora Marta, tan fea cuanto peligrosa) para defender sus ideales y sus proyectos innovadores (escandalosos, subversivos y fuera de lugar para la época, pero que para nosotros, sus alumnos, resultaban fascinantes y estimulantes) hizo de mí la escritora que soy, puso una lapicera en mi mano, abrió un cuaderno en blanco y me dejó allí, desnuda y expectante delante del universo infinito de las palabras que, reunidas, son capaces de contar sobre emociones, fábulas, mentiras, verdades, viajes, esperanzas y decepciones, muertes y milagros. Palabras llenas de un poder sobrenatural que consigue derribar todos los muros y alcanzar, en el sagrado silencio de la lectura, el centro del alma de quien lée, despertando felicidad o tristeza, miedo o esperanza, empatía u ódio, rabia o amor... Este hombre admirable, farol de mi futuro, pasó por mí durante el último año de la enseñanza media y después desapareció, tan discretamente como había aparecido, en las ondas agitadas de esta vida. Nunca supe lo que le sucedió, pues cuando verdaderamente percibí lo que había hecho por mí, algunos años más tatrde -con más percepción y madurez para entenderlo- había perdido totalmente el contacto con mis compañeros, profesores y con la propia escuela. No sé si yo dejé alguna marca en su vida que llegue a compararse en importancia con la que él dejó en la mía. Recuerdo el día en que escogió y se llevó algunos de mis cuentos y me dijo, con repentina firmeza y los ojos muy brillantes, que nunca abandonase esta vocación, no importaba cuán difícil pudiera parecer a veces, pues con certeza, ella le daría todo el significado a mi vida... Y, claro, tenía razón.
No sé si está vivo todavía, si se casó y tuvo hijos, si fué feliz, si consiguió lo que ansiaba. Pero merecía todo eso y mucho más sólo por haber hecho lo que hizo por mí... Y yo lo amé por esto. Lo amé profunda y verdaderamente, con inocencia y admiración. No guardé ninguna foto suya (a pesar de recordar que mi madre nos sacó una juntos en el patio de la escuela el último día de clases) pero no necesito de una para acordarme de él. Está grabado en mi ser, se volvió parte de mí, de lo que soy, de lo sueño, de lo que hago. Con certeza una semilla suya fué plantada en mí y ella nunca dejará de dar flores y frutos.
Realmente, existen ocasiones en que parece que una única conquista a lo largo de una vida ya hace que valga la pena y que merezca el paraiso. La vida de Roberto fué una de ellas. Y yo soy su conquista.

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