domingo, 11 de janeiro de 2015

"¡Oiga, si no la voy a asaltar!"

    Mi hijo ya volvió a Brasil, pero no se llevó el sol, a no ser el de mi corazón, que se quedó medio nublado y con un vientecillo helado paseandose por ahí... Hace un calor de matar y ni todas las puertas y ventanas abiertas del departamento lo asustan. La cosa es escaparse a la piscina -antes de que los niños aparezcan, porque ahí vira un despelote- y remojar un poco las presas para no derretirse. Menos mal que en las tardes refresca y en la noche se puede dormir decentemente. Los santiaguinos están sufriendo, pero para mí, que aguantaba 32 grados en la noche y 38 en el día, ¡esto es el paraiso!...
    Y aprovechando que el sol ya salió de mi living me voy a sentar a postear la crónica de esta semana. Casi pensé que no lo haría porque estaba medio bajoneada y para nada inspirada con la partida de mi hijo y porque mi computador está con un problema y no se puede usar hasta que venga un amigo de mi hija a verlo mañana. Pero como ella deja su note book aquí cuando va a trabajar, entonces voy a hacer un esfuerzo, voy a sobreponerme a mi tristeza y voy a usarlo para publicar la crónica.
    Entonces, un poco nublada, pero empezando una nueva cuenta regresiva para mi próximo encuentro con mi hijo, aquí va la de la semana:


    La veía pasar algunos días por el paseo: ropas masculinas, expresión seria en el rostro anguloso, fonos en los oídos, zapatos bajos, a veces de anteojos obscuros, una cartera grande, sin gracia, como ella misma. No tenía nada de especial, esa era la verdad... a no ser su corte de pelo. Contrastando radicalmente con su aspecto rudo y ahombrado, sin maquillaje ni joyas, el corte era moderno, leve, original, extraordinariamente bien ejecutado. Cuando la encontré la primera vez, inmediatamente me pregunté dónde se lo haría, pues era exactamente el corte que mi hija andaba buscando. Su peluquero en Brasil se lo había hecho y hasta ahora no había conseguido que ninguno de aquí -inclusive los más renombrados y caros- lo reprodujera. ¡Entonces yo tenía que saber a qué salón de belleza iba esta chica!.
    Sin embargo, me topé con un problema inesperado para conseguir mi objetivo. Algo innegablemente intimidante en la actitud de esta muchacha, como una aura de distancia y silencio, me impidió acercarme y preguntarle así, de  buenas a primera, el dato de su peluquero. Y aquellos audífonos eran un letrero clarísimo de :"No estoy dispuesta a conversar", aviso, dicho sea de paso, que mucha gente usa para mantener a los otros alejados... Bueno, la dejé pasar pensando que, como ella trabajaba en uno de los edificios del paseo, volveríamos a encontrarnos y tal vez entonces no estaría escuchando música... Pero estaba equivocada: o ella no venía todos los días a trabajar, o tenía horarios alternativos, o ingresaba al edificio por otra puerta. La cosa es que era raro encontrarla, y más todavía sin los malditos audífonos... Pero yo no soy de las que desisten fácilmente. ¡Mi hija tenía que sentarse en el sillón de ese peluquero extraordinario!... Entonces, una mañana crié coraje y me aproximé, le rocé un hombro y la saludé con mi mejor sonrisa... Bueno, no sé si en su prisa no sintió mi toque, si no me escuchó o si, lisa y llanamente, se hizo la lesa, la cosa es que siguió su camino como si yo no existiera. Su actitud me dejó súper amoscada, pero aún así no me di por vencido. La próxima vez sería más insistente, más firme.
    Y esa vez llegó. Me acerqué, decidida, y la toqué en el hombro de una forma que no pudiera ignorarme. 
    -¡Buenos días!, ¿te puedo preguntar una cosa, por favor?- exclamé, sonriendo, segura de que, a pesar de su maldito audífono, podría escucharme.
    Y cuál no sería mi sorpresa al verla dar un salto, aterrada, aferrar su cartera contra el pecho y, rechazándome con una mano, tartamudear, palideciendo:
    -No... No... Déjeme...- y alguna otra cosa ininteligible. En seguida, se alejó de mí casi corriendo, sin siquiera mirarme.
   Yo me quedé parada ahí, estupefacta, y lo único que atiné a decir fué:
    -¡Oiga, si no la voy a asaltar!  ¡Lo único que quería era preguntarle dónde se corta el pelo!...- y mascullé para mí misma, desconcertada: -¡Pero qué neura! ¿Me encontró cara de bandido acaso?...
    Pero ella continuó su camino y desapareció velozmente por la puerta del edificio.
   ¿Qué era aquello?, me pregunté, pasmada, incrédula. ¿Cómo se puede tener tanto miedo de los otros? Eran las 9 y media de la mañana y el paseo estaba lleno de gente, ¿qué se supone que esta chica pensó que iba a hacerle, por Dios?... En general, las personas califican mi aspepcto de jovial y confiable, ¡pero parecía que la joven había visto un monstruo!... ¿Por qué se había asustado tanto?... Entonces, mi primer desconcierto e irritación con lo exagerado de su actitud cedieron paso a una pregunta casi trágica: ¡Dios mío!, ¿qué será que le sucedió para que le tenga tanto pavor a las personas/desconocidos, mismo a plena luz del día?... Entonces, su reacción no me pareció más exagerada e irritante, sino triste, muy triste. ¿Cómo es posible que se viva con tanto miedo? ¿Cómo se levanta y se sale a la calle, se enfrenta micro, metro, colegas de trabajo, calles atestadas y jefes, llevando ese terror en el alma? Esta muchacha tenía amigos, se divertía, paseaba? ¿Vivía sola o con la familia? ¿Dormía en paz? ¿Salía de compras, almorzaba fuera, sola en una mesa, siempre con sus fieles audífonos sirviéndole de escudo?... En ese momento, el maravilloso corte de pelo perdió toda importancia, pues me di cuenta de que -a pesar de su buen gusto al respecto- no debía ni disfrutarlo.
    Necesitamos a los demás para compartir, para crecer, para formar familias, empresas, sociedades, para apoyarnos y consolarnos. Probablemente había alguien que necesitaba a esta chica, pero ella estaba tan aterrorizada que ni siquiera se daba cuenta. Ella no necesitaba a nadie, no quería a nadie, no confiaba en nadie. Era totalmente independiente y auto suficiente en su pequeño universo atrás de los audífonos.
    Aquella mañana volví a casa andando despacio, con el corazón pesado, con una extraña mezcla de pena, incredulidad y rabia revolviéndose en mi pecho... Todavía había una larga lista de peluqueros que mi hija podía recorrer, pero sólo una muchacha con un miedo tal, que me dejó pensando sobre lo que este mundo -si no tenemos más cuidado- puede hacerle a alguien .

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