sábado, 22 de março de 2014

"Una contribución para los pobres"

    Realmente, parece que este verano está queriendo quedarse lo máximo posible. Hoy hace un calor de matar y todo el mundo anda abanicándose, inclusive cuando sopla el viento... Los manifestantes de la marcha anunciada para hoy día se van a cocinar en la calle, los pobres. Sólo espero que el calor no los irrite al punto de empezar a hacer cagadas, como siempre sucede cuando hay marcha contra cualquier cosa. Este país es adorable e incomparable - con la pequeña excepción de los terremotos, claro, pero nadie es perfecto- sin embargo, como en todos los lugares, hay una gente que, sinceramente, si desapareciera de la faz de la tierra no haría ninguna falta, porque sólo se dedica a hacer el mal, a destruir, a violentar, a perseguir, a hacer vandalismo y herir a los demás de todas las maneras posibles... Esas personas no deberían tener cabida en ningún país. Deberían crear su propio territorio independiente y ahí dedicarse a matarse unos a los otros, que sería mucho más saludable... Ojalá que el nuevo gobierno se ponga las pilas con estos imbéciles.
    Como pueden ver,  yo también estoy en espíritu de protesta, pero escribiendo se me pasa y vuelvo a ser la persona amable y pacífica de siempre, entonces no se preocupen. Y para terminar con este clima de motín, aquí va la de la semana: una historia verdadera que me dejó muy triste, pero también me enseñó lo que nuestra interferencia en ciertas situaciones podría lograr.


    Cuando lo vi por primera vez estaba en el medio de la vereda pidiendo "una contribución para los pobres" a los transeúntes que a esa hora pasaban rumbo a sus trabajos. No estaba tan mal vestido: blue jeans, camisa, sweater, y una chamarra bastante nueva, botines todavía lustrados, cabellos cortos, y barba hecha. Hablaba bien, con un tono de voz agradable y educado, bien diferente del resto de la pandilla de alcohólicos que lo acompañaba y que se amontonaba desordenadamente en los bancos y canteros del paseo. No parecía ser su líder, pero era el único que conseguía acercarse a las personas y hablarles sin provocarles repulsión o miedo, tanto que muchos de los que abordaba se detenían y rebuscaban en los bolsillos o chaucheras para darle algunas monedas que el agradecía pulidamente, inclusive deseándole un buen día al benefactor. A mí me conquistó inmediatamente, sobre todo por la notoria diferencia que existía entre él y los otros... ¿Quién era? ¿Cómo había llegado allí? ¿Cuál sería su historia? ¿Qué lo había llevado a mezclarse con una banda de mendigos borrachos que perturbaban y ensuciaban el paseo?... Me comía la curiosidad en cuanto le daba algunas monedas, pero pensé que sería poco delicado empezar a preguntarle sobre su vida la primera vez en que nos veíamos, entonces sólo le deseé un buen día también y me alejé, esperando que al día siguiente estuviera allí para que pudiéramos conversar por algunos minutos.
    Efectivamente, a la mañana siguiente estaba en el mismo lugar pidiendo la "contribución" de las personas, simpático y gentil. Yo había comprado algunos panes y un poco de jamón y se los entregué en vez del dinero. El e quedó mirando fijo por algunos instantes, con unos ojos medio verdes y brillantes que por algún motivo me llegaron al alma, llenos de misterio y tristeza, y tomó la bolsa que le ofrecía con un movimiento de inesperada gentileza.
    -Muchas gracias, mi dama. Que Dios se lo pague- murmuró, sonriendo. En seguida, se volvió hacia los demás y exclamó: -¡Llegó el desayuno, cabros!...- y de repente se vio asustadoramente parecido a ellos.
    La pandilla se abalanzó sobre la bolsa que colgaba de su mano y en un segundo la rasgaron y se pusieron a devorar los panes con jamón. Los perros también se revolucionaron y empezaron a ladrar y a babear alrededor de ellos, recibiendo algunas migajas que se peleaban por engullir. El hombre no tomó ninguno de los sandwiches. Se volvió nuevamente hacia mí e hizo una pequeña reverencia, repitiendo con su voz aterciopelada:
    -Muchas gracias, mi damita, que Dios se lo pague.
    Yo le sonreí y murmuré cualquier cosa, sintiéndome estúpidamente tímida de repente, y empecé a alejarme, sabiendo que acababa de perder la oportunidad de conversar un poco y hacerle unas preguntas que calmaran mi creciente curiosidad. Pero bueno, con certeza mañana también estaría aquí.
    Sin embargo, todas las veces que nos encontramos, durante aproximadamente cuatro o cinco meses, siempre había algo que me impedía quedarme un poco más y entablar una conversación más "personal". Unos escrúpulos extraños tomaban cuenta de mí y de alguna forma me dolía querer saber su historia. Tal vez él no querría contármela. Tal vez lo considerase una intromisión, una falta de respeto de mi parte. Tal vez era suficiente verlo allí, en aquella situación, conviviendo con esa escoria sucia y hedionda, escandalosa, ladina. Porque, con certeza,él no era así. Tenía una nobleza intrínseca, indiscutible, que estaba totalmente fuera de lugar junto a aquella ralea. Y al mismo tiempo en que continuaba preguntándome quién realmente era y qué circunstancias lo habían arrastrado a esta situación, sentía que no podía violar su secreto porque sería como abrirle una herida... Entonces me contuve y sólo lo observaba de lejos.
    Pero a medida que fue pasando el tiempo, fui siendo angustiada testigo de su triste e inevitable decadencia. Primero fue la barba descuidada. Después el cabello largo y sucio. Luego la parca y la camisa empezaron a percudirse y a rasgarse, la mugre en los pantalones, los agujeros en los zapatos y las mangas... Su andar fue volviéndose inseguro, su voz ronca, las palabras confusas, la piel curtida y sucia. La mano que se extendía para pedir dinero se puso obscura, de uñas largas y negras, víctima de un temblor que parecía extenderse a todo su cuerpo, que enflaquecía dramáticamente... Empezó a faltar algunas mañanas. De lejos yo lo buscaba, pero aparecía cada vez menos, y cuando lo hacía se veía alienado, vacilante, inmundo, desamparado. Ya no hablaba con las personas. Se quedaba parado allí, como si no supiera dónde estaba, o deambulaba alrededor de los bancos y piletas hablando solo hasta que se dejaba caer en un banco y se dormía de cualquier manera. Al verlo así, mi antigua curiosidad se encogía, porque sabía que ahora ya no estaría tan dispuesta a escuchar lo que tenía que contarme.
    Un día no vino más. Yo continuaba dándole unas monedas al bando algunas veces, y de repente me daban ganas de preguntarles por su compañero, aquel bien educado y simpático,  el que hablaba bonito, pero ellos mal sabían quiénes eran y lo que hacían, entonces desistí. Simplemente, mi amigo había desaparecido.
    Una enorme tristeza me pesaba en el corazón al recordarlo, al repasar en mi mente el veloz y dramático proceso de su decadencia, de su entrega a un destino trágico que, con certeza, sabía que le aguardaba. ¿Será que habría podido salir de la historia que lo había conducido allí? ¿Habría tenido salvación? ¿Por qué había desistido? ¿Qué tan grande podía ser su dolor, su decepción, su fracaso, para impedirle intentarlo una vez más? ¿Quién le negó una mano? ¿Quién le cerró la puerta? ¿Quién no quiso escucharlo? ¿Cómo tuvo el coraje de saltar al precipicio?... Porque de ese salto sólo podía resultar la muerte, y estoy segura de que él lo sabía. Y así mismo se arrojó al vacío. ¿Quién debería o podría haberlo salvado? ¿Yo? ¿Su madre? ¿Sus amigos? ¿Sus hijos, su esposa? ¿El mismo?...
    Siempre queda algo de nosotros en las acciones de aquellos con quienes cruzamos, directa o indirectamente, por eso siempre podemos hacer algo por ellos, ya sea interviniendo o alejándonos. Pero tenemos que darnos cuenta de si somos ese alguien, y si lo somos, de cómo actuar y cuándo hacerlo, o no. Porque quedarse simplemente observando no sirve para nada.

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