domingo, 17 de novembro de 2013

"Alguien en quien confiar"

    Bueno, finalmente me estoy poniendo a trabajar en ese asunto de los cuentos, porque ya hace un tiempo que les vengo prometiendo que voy a volver a publicar historias en el otro blog que tengo y todavía nada... Ideas no me faltan, tiempo tampoco, y ahora tengo todos los fines de semana y los feriados enteritos para mí porque mi hija trabaja en estos días, por lo que me quedo sola el día entero y puedo dedicarme todo el tiempo a escribir. Como pretendo empezar a participar en concursos de cuentos a partir de año que viene, tengo que tener material para esto, entonces, fuera entretenerlos a ustedes, voy a poder enviar estas historias a los concursos también. Eso se llama unir lo útil a lo agradable. Como volví a escribir los originales a mano, puedo hacerlo durante la semana y los sábados y domingos los paso al blog o los envío a los concursos... Es divertido, pero mismo teniendo la ventaja de un computador para redactar los textos, he descubierto que aún me siento mucho más relajada y con esa sensación rica de intimidad si lo hago a la moda antigua: en un cuaderno universitario de aritmética y con una lapicera de gel. Y creo que mismo cuando tenga mi propio computador voy a continuar escribiendo a mano. Es una sensación muy especial, pero creo que sólo quien ya lo ha hecho podría entenderlo. Quien aprendió a escribir desde chico en un computador debe pensar que es un esfuerzo y una demora que no valen la pena... Bueno, una de las ventajas de ser más vieja: uno todavía disfruta de lo "artesanal", de esa conexión amorosa, serena y tan coloquial con lo que hace.
    Y aprovechando el silencio de este domingo de votación, que con certeza en la noche será quebrado por la celebración de los ganadores de la elección, aquí va la crónica de la semana:


    Todos los días, como a las ocho de la mañana, él ya está en su lugar, sentado en  el taburete bajo, con el quitasol abierto -no importa si está nublado- leyendo calmadamente el diario, a espera de clientes. A veces hay un perrito saltando y correteando a su alrededor o echado entre sus piernas, y de vez en cuando él lo acaricia y le murmura algunas palabras mientras esboza una sonrisa que le ilumina el rostro rudo y curtido. La dueña del perrito trabaja en un restaurante justo atrás de su puesto y a cada cierto tiempo sale a llamarlo o ver dónde está. Se para con las manos en la cintura del delantal y echa la vista por el lugar en busca del animal. De paso, le sonríe al hombre y lo saluda brevemente. Se queda como esperando alguna cosa, pero él continúa leyendo su periódico y al fin ella se da por vencida y y regresa con paso firme y rápido al restaurante. Todos los días es la misma cosa. Pero parece que el animalito no sirvió como señuelo.
    Cuando van llegando las nueve, nueve y media, horario en que abren las oficinas, comienzan a aparecer los clientes. El hombre se endereza, deja el diario a un lado, hace crujir los dedos y la espalda, y empieza a disponer su material de trabajo: cepillos, latas de cera negra, café, incolora, franelas, escobillas; le da una sacudida al almohadón lustroso donde los clientes se sientan, confiere el quitasol, se amarra el delantal de cuero y se restriega las manos, soltando un corto suspiro de pura determinación... Y llega el primer cliente. Se nota que se conocen hace tiempo. Se saludan como viejos amigos. El caballero toma asiento, arrebujándose en su fino abrigo, y pone el pié en el apoyo. Inmediatamente el hombre empieza a escobillarle los zapatos con gestos diestros y veloces, sin mirarlo. Entonces, el cliente se inclina un poco y le dice algo. El lustra botas le contesta en voz baja, sin erguir la cabeza. El caballero continua hablando, aparentemente contándole algo muy importante y confidencial, a lo que el lustra botas responde con algunos comentarios sueltos. Más parece escuchar que proferir opiniones, manteniendo su atención en los zapatos, que van quedando brillantes y suaves. En realidad, las frases del lustra botas parecen traducirse en el zumbido de las escobillas, el roce rítmico y enérgico de la franela, y el tintineo de las tapas metálicas de las latas de cera. Y realmente suenan como palabras o signos de entendimiento ante la conversa del caballero... Luego, el trabajo está terminado: zapatos impecables, como nuevos, brillantes y olorosos. El caballero sonríe, satisfecho, y se levanta del asiento mientras busca el dinero para pagar. El lustra botas lo recibe con un gesto breve y por primera vez mira al cliente a la cara y sonríe.
    -Que le vaya bien, pues, don Arturo- expresa, guardando el billete en el delantal.
    -A usted también. Hasta mañana.- le responde el señor, empezando a alejarse.
    Y así sigue la lista de clientes, todos elegantes y de voces educadas, que aprovechan el corto tiempo de la lustrada para confesarse con el rudo lustra botas, quien mantiene el diálogo con las cepilladas y restregadas. Yo los miro al pasar y me pregunto sobre qué le hablarán estos señores a aquel hombre, al cual a mí jamás se me ocurriría confesarle ni el nombre de mi desodorante... Sin embargo, algo debe tener que los impele e abrirse, a contarle, a confiar en su discreción y  sabio consejo, pues se alejan del puesto más livianos y sonrientes, más tranquilos, y con certeza no es solamente porque sus zapatos están brillantes.
    ¿Pero quién puede ser nuestro confidente? ¿Quién cumple esos requisitos? ¿Y por qué lo escogemos? ¿Qué es lo que nos lleva a abrirle el corazón a un extraño, a una persona que, aparentemente, puede saber menos que nosotros? ¿Cómo lo encontramos? ¿Cómo lo reconocemos?... El dentista, la peluquera, la colega de oficina, la dueña del mini market, la chica que hace el aseo, la secretaria... ¿Por qué confiamos en ellos? ¿Y por qué ellos acceden a escucharnos, a aconsejarnos, a apoyarnos? ¿Por qué y cómo se crea esta intimidad si no tenemos ningún lazo que nos una?... Supongo que es porque los seres humanos pertenecemos a dos grupos -de entre otros tantos  de los cuales formamos parte-: los que necesitan hablar y los que saben escuchar. Y así como nosotros encontramos a nuestros confidentes y con ellos nos desahogamos, ciertos de que seremos comprendidos, apoyados y aconsejados, otras veces alguien nos encuentra y se confiesa con nosotros con la misma certeza. Por eso debemos estar preparados para desempeñar ambos papeles, porque así como necesitamos aprender a hablar, también necesitamos aprender a escuchar.

Nenhum comentário:

Postar um comentário