quinta-feira, 11 de junho de 2009

"Bar y Fiambrería Santa Clara"

Eso de tener no dos, mas cuatro días de descanso en la semana es algo muy bueno, a pesar de los sinsabores que paso los otros tres y de la falta de dinero el fin de mes. Estoy convencida de que la única cosa que me está sujetando en este empléo -a pesar de amar profundamente el trabajo en sí- es este hecho prodigioso que en cualquier otro trabajo sería, con certeza, inadmisible. Ahora, si yo pudiera ganar un salario decente solamente escribiendo, entonces sí largaría aquello y me dedicaría a mi pasión más verdadera los siete días de la semana. Sí, porque fuera darme dinero, escribir tanto sería -y es, de cualquier forma- la mejor de las terapias para cualquier problema que pueda aparecer... No sería sensacional?... Bueno, y soñar todavía es gratis, no?...
Y aquí vá la de esta semana, espero que la disfruten.

Es bien divertido ver cómo los clientes del "Bar y Fiambrería Santa Clara", con el pasar del tiempo, acabaron por tomar cuenta del local... El dueño es don Pedrito, un hombrecito casi pelado y bajito, siempre de sandálias y camisa ancha por fuera del pantalón, cejas gruesas y grandes ojos obscuros y de párpados caídos, y que ya venció un cáncer, que está casi siempre en la puerta izquierda de su tienda, la de la fiambrería, atrás del mostrador vendiendo pan, refrigerante, papitas fritas, leche, mortadela, queso y huevos a sus clientes y a los niños de las redondezas, atendiendolas diligentemente con ese modo tímido y sonriente que es su marca registrada. Ya los hombres que frecuentan la puerta izquierda, la del bar, donde está la mesa de billar y otra menor con algunas sillas para jugar cartas, empiezan a llegar poco a poco, allá por las seis de la tarde y, después de saludar efusivamente a don Pedrito, que les responde con monosílabas y palmaditas en el hombro, comienzan a arreglar las mesas, banquillos, sillas y ceniceros como si estuvieran en la sala de sus propias casas. Hablando alto, contando chistes de gusto dudoso y sacando las cervezas del congelador, van apropiandose del local, de la vereda y de la mesa de billar, donde disponen con destreza las bolas coloridas en el centro y pasan tiza en los punteros lustrosos de tanto uso. Algunos, simplemente se sientan a beber una cerveza en la vereda, debajo del enorme árbol que crece delante del bar, o apoyan un banquillo contra la pared para fumar y conversar. Unos vienen en auto, otros en bicicleta, y los que viven cerca, vienen a pié, bañados e con ropa limpia, medio caminando medio bailando, como quien vá a una fiesta, llenos de expectativas delante de este nuevo encuentro con sus viejos compañeros... Mientras el ambiente vá animandose y el cielo obscureciendo, don Pedrito pesca un pedazo de alambre y saca al canario de la rama donde estuvo el día entero, alegrando la calle con sus trinos, y lo lleva para adentro, cubriendolo con un pedazo de paño obscuro y depositandolo cuidadosamente al fondo, donde la luz y el ruido no puedan perturbar su sueño. Después, toma un banquillo y lo coloca en la puerta de la fiambrería, frente a donde sus amigos juegan billar y cartas, y permanece allí, em silencio, brazos cruzados sobre el vientre, piernas abiertas y una expresión de completa beatitud iluminando su rostro redondo y liso. Más parece que está contemplando a sus hijos divirtiendose en el parque en vez de ese montón de jigotes gritando, diciendo palabrotas, bebiendo y haciendo bromas obscenas. El no necesita preocuparse de nada a no ser disfrutar el atardecer, pues estos sus "hijos" se mueven con la mayor desenvoltura entre las cajas de bebida, el mostrador de golosinas, el lavaplatos y el estante donde está la vieja radio, saben dónde guarda la tiza para los tacos de billar, las escobas y rodillos, los vasos, servilletas y platos... El lugar no tiene secretos para ellos pues, si don Pedrito los vé como a hijos, ellos, por su parte, lo consideran una especie de padre sereno y aquiescente y por eso se sienten totalmente libres dentro de aquel espacio que, a pesar de viejo y obscuro, con el piso opaco lleno de agujeros y un baño digno de una historia de terror, se volvió la recompensa diaria y merecida después de otra jornada de trabajo casi siempre ingrato y mal pagado.
Sin embargo, lo que realmente me impresionó -y emocionó- de estos clientes tan bien definidos por mi preconcepto (Tipo que gasta su tiempo en un bar, con certeza no vale la pena) fué su actitud al saber que don Pedrito tendría que enfrentar una grave cirugía y después varias sesiones de quimioterapia para combatir un cáncer en el intestino. Esto, claro, en primer lugar, significaba que el bar permanecería cerrado durante un tiempo indefinido y que ellos perderían sus encuentros y su diversión. Pero en vez de reaccionar como yo suponía que era óbvio y empezar a buscar otro establecimiento, decidieron, para mi absoluta sorpresa, juntarse y elaborar un esquema de rodício, junto con algunos parientes de don Pedrito, para mantener la fiambrería abierta, pero no con la intención de no perder su fiesta de fin de tarde, sino para que durante este período difícil, él no dejara de ganar su dinero que, con certeza, le haría mucha falta. Fué algo totalmente inesperado y no sé cómo don Pedrito reaccionó al saber la noticia, pero fué emocionante para nosotros ver a toda esa gente que, después de un día entero de trabajo duro, se encontraba en el bar y abría las puertas, lavaba el piso, barría la vereda, alimentaba al canario, recibía al camión de bebidas, arreglaba los vasos y botellas, encendía las luces y arrojaba algunos litros de desinfectante en aquel vaso sanitario siniestro. Inclusive decidieron aprovechar la ausencia del dueño para hacer un aséo general y así sorprenderlo cuando regresara. Entonces, pudimos verlos el fin de semana arrastrando armarios, cajas, sillas y todo tipo de objetos y muebles que estaban amontonados en el fondo del bar hasta la vereda y en seguida entrar con manguera, esponjas, escobillas, água cuba y escobas, en un trabajo conjunto de limpieza que fué desde la mañana hasta la noche durante tres días. Al final, hicieron una vaca y compraron unas latas de tinta para darle una nueva mano de rojo y blanco a las paredes enmohecidas y descascaradas del lugar, y hasta rehicieron el letrero "Bar y fFambrería Santa Clara", que ya ni daba más para ver, y pusieron ampolletas nuevas en las lámparas que lo iluminaban.
Don Pedrito demoró en volver y cuando lo hizo, estaba totalmente calvo y asustadoramente delgado, las ropas bailandole en el cuerpo enflaquecido, los movimientos lentos y medio inciertos, pero su sonrisa continuaba igual, tímida y gentil, a pesar de las nuevas arrugas que le surcaban el rostro extremadamente pálido. Sus ojos ya no brillaban tanto, nublados por la preocupación de la incerteza de su futuro, y permanecía más tiempo sentado en el banquillo que detrás del mostrador, pero siempre había alguien para substituirlo, para sentarse a su lado y conversar, para traerle un vaso de água, un café, contar una historia nueva o las novedades del barrio... "A final de cuentas", decían estos hombres, "si él tantas veces nos fué a dejar hasta la puerta de nuestras casas porque estábamos demasiado borrachos para manejar, o escuchó pacientemente nuestras lamentaciones y nos aconsejó, nos apoyó y nos ofreció esta segunda casa sin ningún interés o reserva, si nos dejó comprar fiado por meses o no nos cobró las cervezas cuando sabía que las cosas no estaban bien, lo mínimo que podemos hacer es darle nuestro apoyo ahora que está tan frágil. No es él nuestro segundo padre? No somos nosotros sus hijos de corazón?... Entonces..."
Y así, juntos, don Pedrito y sus ruidosos y borrachines clientes, consiguieron pasar con fé y unión por esta época difícil e incierta, como padres e hijos deben hacerlo, sin nunca desistir o flaquear, sin reclamar ni huír, hasta que los días de tranquilidad y alegría regresaron...
Yo paso delante del "Bar y Fiambrería Santa Clara" todos los días al volver de mi trabajo, y siempre está aquel tumulto de hombres gritando, bebiendo, jugando billar y cartas, a veces asando unos olorosos anticuchos, contando chistes y fumando (menos los domingos, que son sagrados para don Pedrito. Não hay soborno capaz de hacerlo subir las puertas de su establecimiento en este día) todos de condoritos y bermuda, alegres y fanfarrones como niños que nunca hubieran pasado por malos ratos. Todo continúa igual: ellos todavía son los dueños del lugar y a don Pedrito todavía no le importa.... Pero yo mudé bastante mi opinión sobre aquel "Club de Machotes" que tanto me incomodaba todas las veces que pasaba delante de él. No digo que me tornaría miembro, pero hoy pienso que consiguieron merecer esta sagrada algazarra de todo final de tarde, no importa cuán futil o escandalosa pueda parecernos a nosotras, mujeres. Es su manera de decir que todavía existe algo de bueno en esta vida y que es en el "Bar y Fiambrería Santa Clara" de don Pedrito que esto acontece.

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