domingo, 19 de junho de 2016

"Pequeñas y anónimas historias"

    Hoy, para todos los papás -inclusive el mío, que me cuida desde el cielo- un abrazo bien apretado, un beso y la promesa de todo el amor del mundo, porque se lo merecen. Con certeza, ellos no desean otro regalo que no sea este de nuestra parte. Nuestro cariño, respeto y la seguridad de una vejez digna y llena de amor... ¡Feliz día de los padres para todos!...
 Y con el recuerdo divertido, alegre y melódico de mi papá rodeándome con su fuerza y calor, escribo la crónica de hoy.



    Vi al mocoso desparramado en la escalinata de entrada del restaurante chino, jugando con una botella de plástico vacía. Tendría unos doce años, flacuchento y con el pelo parado, piel morena, rasgos indígenas... Inmediatamente pensé: "Está esperando a alguien". Podría ser a la madre, o al padre, tal vez a algún hermano. Había visto el letrero de "Se necesita garzona, ayudante de cocina y copero" pegado en la pared hacía algunos días y me imaginé que alguno de los parientes del chiquillo había venido a postular a uno de esos trabajos... Lo miré de pasada, con su cara de aburrido y el cuerpo delgado tratando de acomodarse en los peldaños. Parecía que llevaba un buen tiempo esperando. Continué mi camino, seguida por mis acezantes perritas, y silenciosamente deseé que la persona que estaba allí dentro con el niño obtuviera el empleo. Los pobres peruanos no lo están pasando muy bien y tal vez se trataba de una familia grande que estaba necesitando ese salario.
    Me demoré unos cuarenta minutos en volver a pasar por la puerta del restaurante y cuando lo hice, casi choqué con el chiquillo, que salía en ese instante de un alegre salto, seguido por una muchacha bajita y delgada, de pelo negro y lacio cogido en un moño, facciones parecidas a las del niño. Me detuve para dejarlos pasar y fui andando detrás de ellos, preguntándome cuál habría sido el resultado de la entrevista. Luego, noté que la muchacha llevaba en la mano algunos papeles y su pasaporte, que guardó en su pequeña y zurrada cartera mientras comentaba alguna cosa con el muchacho y sonreía, animada... Supuse que, si no la habían contratado, por lo menos le habían dado justificadas esperanzas, y eso era suficiente para dejarla feliz. No pude evitar sonreír y desear lo mejor para el futuro de la joven.
    Un par de días más tarde pasé nuevamente frente al restaurante y percibí que habían quitado el letrero que pedía una garzona. Dejando escapar un suspiro de satisfacción me imaginé a la muchacha con su uniforme paseando entre las mesas con una bandeja llena de humeantes y olorosos platos... Sonreí, sinceramente feliz y agradecida por haber podido ser testigo del final de esta pequeña y anónima historia de éxito.
    ¿Dónde más podría haberme sucedido algo así?... Definitivamente, los lugares donde vivimos esconden tesoros insospechados y gratificantes que nos hacen sentir unidos y esperar lo mejor para los otros y nosotros mismos. Y no necesitamos conocerlos a todos para desearlo y sentirnos felices cuando esto sucede.

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