sábado, 21 de novembro de 2015

"Ser adulto"

    Esta crónica de hoy ya se transformó en una de esas historias cortas que envié al concurso "Santiago en 100 palabras", y como no pasó nada, entonces ahora la publico completa, sin reglamentos ni disminuciones tiránicas que le anduvieron quitando harto la gracia... No hay caso, yo soy capaz de escribir cuentos cortos, de menos de una hoja o un poco más, pero exprimir en solamente cien palabras todo lo que veo, siento, aprendo y quiero compartir es una verdadera tortura. Lo he conseguido, no lo niego, pero siempre me quedo con esa sensación de que la historia quedó manca, o coja, o medio tartamuda... Entonces, para desquitarme -y para que ustedes conozcan el texto original- aquí va la crónica de esta semana... ¡Ah, y la próxima hay cuentos nuevos!...



    El niño iba delante de mí, cogido de la mano de su padre. Tendría unos ocho o diez años, saltarín, cabello negro y parado, jeans, tenis, sweater y parca. Parecía de clase media, agitado, casi tropezando con la multitud que llenaba la calle. El padre caminaba apresurado, celular en el oído, sin prestar casi atención en el hijo  que, a cada rato, se maravillaba con alguna cosa -un edificio, una vitrina, un vendedor ambulante, las palomas, los skates, el aroma tentador y tóxico de las almendras confitadas- y se la comentaba, todo animado... No había reacción de parte del padre. El sólo continuaba andando y hablando al celular. Y cuando cortó, siguió concentrado en algo más allá del paisaje y la voz de su hijo, mirando hacia el frente.
    Yo los acompañé durante algunas cuadras y me admiré al ver cómo aquellos dos, a pesar de estar tomados de las manos, moviéndose en el mismo escenario, al mismo tiempo y siendo padre e hijo, encaraban los acontecimientos de formas tan diferentes. Para el niño todo era una novedad, una aventura, un descubrimiento. Era la felicidad de conocer y experimentar, de compartir, de contar. Para el padre era una rutina, una obligación, lo conocido, lo tedioso, la prisa... Sin querer, me pregunté con cuál de los dos me identificaba, y la respuesta inmediata fue: "Con el chiquillo"... Me sentí triste por su papá porque, fuera estarse perdiendo todo lo que estaba sucediendo a su alrededor, se perdía también el compartir la emocionante experiencia de su hijo.
    ¿Por qué ser adulto tiene que implicar  dejar de lado el maravillarse, el descubrir, el parar y observar, el aprender, el emocionarse, el descubrir lo milagros de cada día? ¿Por qué hay que volverse aburrido, demasiado ocupado, opaco, desilusionado? ¿Por qué hay que perder la capacidad de percibir, de encantarse, de jugar y conmoverse con las cosas simples? Porque ellas son emocionantes -por más tirado de las mechas que suene- si las miramos con ojos de niño. Y esto no nos disminuye ni nos hace ingenuos o ridículos. Al contrario, nos da la oportunidad de renovarnos, de reencontrarnos y hacer más liviana nuestra carga de adultos.
    Decididamente, si queremos ser mejores adultos, tenemos que aprender a ser más niños.

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