domingo, 14 de junho de 2015

"Sólo para verla sonreír"

    ¡Atención, hay más cuentos este fin de semana! ... Realmente, la inspiración no tiene fin, gracias a Dios, entonces voy a poder seguir produciendo -y ustedes leyendo- muchas más de estas historias, cosa que me tiene absolutamente fascinada. Sobre todo ahora que el invierno se instaló de verdad y no dan ganas ni de poner la nariz para afuera, me lo puedo pasar mucho tiempo sentada delante del computador -y con un guatero en la falda, claro- escribiendo... Realmente, tengo mucha suerte.
    Y, como siempre, aquí va la crónica de la semana, que en verdad, es casi uno de esos cuentos.

    Íbamos a camino de La Vega, mi hija y yo, cuando la vimos. Estaba junto al muro de la tienda de abarrotes, sentada en una vieja y maltrecha silla de plástico al lado de su minúscula banca. Tenía cilantro, ajo, bolsitas de orégano y merkén, ají, hierbas, perejil... Todo poquito, humilde como ella, medio mustio, resignado y paciente en el frío cortante de la mañana. Y ella. Menudita, medio encorvada, envuelta en un chaquetón demasiado grande, las manos secas y enrojecidas, los ojillos castaños perdidos en algún punto lejano, inexpresivos. Boca fina, rostro surcado por mil arrugas que contaban a gritos toda su historia. Un gorro de lana gastado cubcría su cabeza blanca. No ofrecía sus mercaderías, como los demás. Estaba simplemente sentada allí, con las manos sobre la falda, sin mirar a los transeúntes. ¡Y qué expresión tan triste tenía!... Me pregunté si era la abuela de alguna familia que había sido obligada a ponerse allí con su menguada mercancía para ayudar al presupuesto con certeza más que apretado. O tal vez era el único sostén de un esposo enfermo, de un nieto abandonado... Cara de resignación, de algún tipo de rara inocencia que carecía de la malicia y la gracia del comerciante, de la desfachatez seductora del vendedor ambulante gritón y ostentoso. Ojos distantes, apagados, sin más sueños. Tal vez sólo con algunos recuerdos de tiempos mejores.
    Y sólo para verla sonreír, paramos y le compramos dos bolsitas de ajo, un ramito de cilantro y unos ajíes, que estaban grandes y olorosos. Recibió nuestro dinero con una sonrisa que  casi iluminó su cara... Pena que cuando me volví a mirarla antes de dar vuelta la esquina, ella había vuelto a ser la viejita más triste del mundo.

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