sábado, 14 de dezembro de 2013

"La mejor tarjeta de presentación"

    Continúo afirmando que la última parte de la espera  -cualquiera que ésta sea- es siempre la más difícil. ¡Cómo demora en pasar el noveno mes de embarazo, la última semana de clases, el último tramo del viaje! Creo que es ahí que somos realmente probados en nuestra fé, paciencia y persistencia. Mucha gente desiste justo en esa hora y después sale reclamando contra Dios y el diablo porque las cosas nunca le resultan. Es como morirse ahogado al llegar a la playa, después de todo el esfuerzo nadando para alcanzar la orilla y salvarse. Desistir en la última parte del camino, sobre todo cuando tenemos a la vista nuestra meta, prueba que no creemos en nosotros mismos ni en lo que queremos conseguir. Nuestros objetivos no son verdaderos, ya que no luchamos por ellos hasta el fin y, en el fondo, empezamos el camino seguros de que no llegaríamos... Nada peor que esto, pues despercidiamos nuestra energía, nuestra creatividad y, más importante, nuestro tiempo y el tiempo y la fé de otras personas involucradas en nuestra caminada. Entonces pensemos bien antes de iniciar el trayecto, porque una cosa es cambiar de idea y recomenzar y otra muy distinta desistir a pasos de la meta. Eso no es justo para nadie.
    Y después de este pseudo-sermón -dirigido tambiém a mí misma, que a veces tengo unos ataques de desánimo cuando veo que la cosa no anda- aqui va la crónica de la semana... ¡No se olviden de que mañana hay cuento nuevo en el otro blog!... Estoy tan contenta con el aumento de las visitas en todos ellos, que hasta les perdono la falta de comentarios, pero si quieren escribir algo, también se les agradece...


    A veces es de lo más curioso la forma en que llegamos a hacer amistad con otras personas. Hoy estaba acordándome de aquella señora en la iglesia, siempre muy seria y compenetrada, vestida con ropas discretas, cabellos sin teñir y nada de maquilaje o joyas, que estaba sentada en el banco atrás de mi hija y yo ese domingo. Era una de las primeras veces que íbamos a misa desde que volvimos, entonces todavía estábamos tratando de acomodarnos al esquema, al idioma, a las canciones, intentando recordar la secuencia de gestos y oraciones y, como siempre, de vez en cuando comentábamos sobre alguna cosa, sobre lo que el padre estaba diciendo o sobre alguien que nos parecía interesante, los detalles de la iglesia, etc. No era lo más apropiado, pero no podíamos evitarlo estando,como estábamos, en plena etapa de "todo es novedad"... Sin embargo, mientras cuchicheábamos, yo podía sentir la presencia de esta señora creciendo sobre nuestras espaldas. Percibía su molestia ante nuestros murmullos y escuchaba sus carraspéos de irritación, como queriendo llamar nuestra atención... En realidad, mi hija y yo comentábamos el sermón del padre, que nos estaba pareciendo muy bueno, pero supongo que, después de pasar tanto tiempo sin pisar una iglesia, habíamos perdido la costumbre de mantenernos quietas y calladas durante la ceremonia. En realidad, casi nos sentíamos como si estuviéramos en la sala de nuestra casa viendo algún programa de televisión. No nos parecía mal hablar, ya que lo hacíamos sobre lo que estaba sucediendo y en voz baja... Sin embargo, al parecer nuestra vecina no lo veía así. Imagino que trató de ser paciente durante algún tiempo, pero finalmente se cansó e, inclinándose hacia nosotras, susurró ásperamente:
    -¿Será que podrían quedarse calladas? ¡Pero que falta de respeto!- y en seguida metió la cara atrás del panfleto.
    Nosotras nos llevamos un susto y nos encogimos, dándonos cuenta de que tal vez hablábamos demasiado alto, pero no nos viramos ni le respondimos nada. Nos quedamos medio picadas y mantuvimos un silencio sepulcral hasta el final de la misa.
    Sin embargo, no sé por qué, sentí que no podría salir del templo sin pedirle disculpas a  nuestra vecina, porque realmente la habíamos perturbado y, quién sabe, también habíamos molestado a otros sin saber. Entonces, después de la bendición final, esperé algunos minutos para engullirme mi orgullo y girando sobre mí misma busqué a la mujer. Allá estaba ella, dirigiéndose por el corredor hacia la salida con pasos firmes y rápidos. Sin pensarlo más, troté hasta ella y la toqué en el hombro. Ella se detuvo y se volvió. Cuando se encontró conmigo, su expresión sufrió un sobresalto de sorpresa y echó la cabeza un poco hacia atrás, enderezándose. A lo mejor pensó que le iba a armar algún escándalo.
    -Por favor, discúlpeme.- le dije, antes de que pudiera reaccionar -No quisimos molestarla. Le prometo que no volverá a pasar. 
    Hubo un instante de total silencio. Entonces la mujer -de quien todavía no sé el nombre- pareció relajarse, como derretirse, y su cara seria y tensa se distendió en una sonrisa luminosa y sincera. No sé quién estaba más sorprendida, si ella o yo. Me puso la mano en el brazo y se aproximó como si fuera a abrazarme.
    -No se preocupe, a todos nos pasa.- murmuró con los ojos brillantes atrás de las gafas. Apretó levemente mi brazo y sonrió una vez más, asintiendo con la cabeza.
     En seguida dió media vuelta y se alejó, desapareciendo por la puerta lateral de la iglesia. De alguna forma curiosa, me parecía más leve y erecta.
    Mi hija y yo nos miramos y sonreímos. No nos había costado nada, ¿no es cierto? Aún continuábamos enteras y teníamos la boca en el mismo lugar. Y lo mejor de todo, habíamos hecho una amiga.
    Desde ese Domingo, nada me complace más que, a la hora de desearle la paz a quien está cerca de uno, buscar a esta señora con la mirada y aproximarme a ella para para abrazarla y estamparle un beso en la mejilla, deseándole de todo corazón la paz y la  felicidad, al mismo tiempo que agradecerle la lección que me enseñó. A veces está lejos y tengo que cruzar el pasillo y algunas personas se me quedan mirando, pero no me importa, pues pienso que una amistad nacida de un acto de humildad debe ser cultivada y disfrutada. Porque, ¿existe mejor tarjeta de presentacion que la humildad?. No necesito saber su nombre ni ir a tomar el té a su casa, me basta sentir su sinceridad y simpatía en el instante en que me abraza y me desea la paz.
    Aquel domingo me avergoncé de mi falta de educación y consideración, pero no me avergoncé de admitirla ni de pedir disculpas... Y valió la pena.

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