quarta-feira, 14 de julho de 2021

 

LA PARED VIVA



 

    ¡Hoy día casi se me olvida saludarlos y hacer mi "presentación" del posteo de  este día!... Tan entusiasmada estoy por compartir con ustedes mis experiencias y lecciones... Este texto lo escribí cuando todavía vivía en Santiago y las cosas eran tranquilas y ordenadas y se podía disfrutar del paisaje, las personas y la historia sin marchas, gases lacrimógenos, gritos, sirenas, disparos y bombas... Sólo espepro que algún día mi amado Santiago vuelva a ser así, pero como va la cosa, no tengo muchas esperanzas. Ciertamente es un acontecimiento que contemplaré desde el cielo...


El lugar quedaba en Amunategui casi al llegar a Agustinas, donde el viento hacía de las suyas con los árboles, los vestidos, las bolsas plásticas, cabellos y sombreros. Era un enorme estacionamiento de pared celeste y una reja negra muy chueca y oxidada. Tenía el suelo con ripio, limpio y parejo, una casita de madera con un lavadero y un baño, un pequeño depósito para guardar neumáticos y los cupos de estacionamientos, también de madera, con sus respectivos números pintados en negro, todos muy limpios y organizados. Un impresionante y algo destartalado portón guardaba la entrada.

    Estaba rodeado por edificios altos –probablemente construidos después- pero sin ventanas, sólo muros grises y desnudos, con huellas de vigas y ladrillos. Parecían gigantes amenazadores cerniéndose sobre el pacífico y ordenado lugar, inmóviles y callados, como esperando para caerle encima en cualquier momento.

    Y era así en otoño e invierno. Pero cuando la primavera empezaba a anunciarse con sus brotes y perfumes, todo se transformaba. Casi no daba para notarlo durante la época fría, pero así que llegaba Septiembre empezaban a aparecer en esas rudas paredes que circundaban el estacionamiento unas pequeñas manchitas verdes que, poco a poco, alentadas por el sol y el calor, crecían y se transformaban en hojas que se dejaban resbalar por el concreto, formando una cascada asombrosa y gigantesca que casi cubría por completo los muros y la reja, cayendo graciosamente sobre el techo de los estacionamientos y balanceándose plácida y juguetona a merced del viento.

    Era una enredadera de edad incierta, que alguna vez alguien plantó en algún rincón del terreno y que en el invierno, seca y abatida, se volvía casi invisible sobre el cemento de los altos muros, pero que cuando sentía llegar la fuerza y la alegría de la primavera explotaba, crecía, tomaba cuenta de todo el lugar. Nadie sabía dónde empezaba o terminaba, pero allí estaba cada año adornando la rigidez inexpugnable de esas paredes muertas, haciendo su milagro… Entonces, ellas estaban vivas y ondulantes, susurrando belleza y danzando armonía.

    ¡Y daba un gusto pasar por esa esquina, porque uno también se sentía vivo!

 

 

                            

 

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