domingo, 13 de dezembro de 2015

"La mama Carmela"

    Hoy es día de escribir: poner al día mi diario, anotar algunas ideas para nuevos cuentos y, quién sabe, desarrollar alguna de ellas para la próxima semana. Hoy me siento excepcionalmente bien, después de algunos días medio atravesada por problemas de colon que me tuvieron a mal traer, entonces tengo que aprovechar y, como estoy a dieta y la sopita ya está lista, mi tiempo está totalmente libre para aprovecharlo como mejor se me ocurra... ¿Y qué mejor forma que escribiendo?... Entonces, aquí va la crónica de esta semana, llena de recuerdos familiares.



    El otro día estaba viendo una película sobre la historia del hombre que se encargaba de los caballos y carruajes de la reina victoria de Inglaterra, así como de su seguridad personal. Fue na persona realmente excepcional, dedicado en cuerpo y alma al servicio de la reina hasta el último día de su vida, humilde, leal, consciente de su papel y de su lugar, insobornable, íntegro, totalmente devoto a la reina, sirviéndole hasta como sabio consejero en más de una ocasión... Y al ver esta historia me acordé de la mama Carmela. Esta señora pequeñita y enérgica, de brillantes ojillos azules y cabello siempre cogido en un moño, que crió a mi papá y a sus hermanos y hermanas. Yo siempre la confundía con mi abuela, porque ambas tenían facciones parecidas, la piel blanca y nariz algo aquilino y se peinaban de la misma forma... La mama era severa, fiel, humilde y digna, y todos le teníamos grande cariño y respeto. Yo la conocí cuando ya estaba de cabellos blancos, pero todavía activa y diligente, corriendo atrás de la "Virginita", una de mis tías, la única soltera, que fue quien se quedó con ella después de que la abuela murió, ya que la mama había vivido toda su vida en la casa de mis abuelos, nunca se casó y no tenía otra familia, como solía suceder con las amas de cría de antiguamente.
    Y hasta era divertido verla para acá y para allá arrastrando los pies y curvada por los años, pero cumpliendo sus deberes con eficiencia y alegría, como siempre lo había hecho. La tía Virginia la retaba y le pedía que descansara un poco, pero al final tenía que dejarla porque la mama no sabía hacer otra cosa. Esa era su vida y se sentía feliz y útil prestándole sus servicios a la tía.
    Vivió hasta casi los cien años y murió pacíficamente en la casa de mi tía, satisfecha de haber cumplido su deber en todo momento, de haber sido útil y leal hasta el fin... Era una cosita diminuta, encogida y arrugada, pero el azul brillante y pícaro de sus ojos jamás se apagó. Era el brillo de una promesa cumplida, de una existencia rica y útil, digna, modesta y honrada, mucho más importante de lo que ella jamás imaginó... Y acordándome de ella en este momento, llego a la conclusión de que esa es la forma correcta de vivir. Lo que se debe dejar atrás no son cosas materiales, que se desvirtúan, se echan a perder y se degradan. La mejor herencia son los ejemplos, los buenos recuerdos, los capítulos de alegría, creatividad, compasión, humildad y amor desinteresado. Eso es lo que nos vuelve eternos.

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