sábado, 4 de maio de 2013

"La primera vez"

    ¿Hay algo más animador y reconfortante que la salida del sol en medio de las nubes?... Pues así están los días últimamente. A pesar del frio -¡vivan las estufas!- y de los cielos nublados en la mañana temprano, a pesar de esa lluvia que  cayó con fuerza durante toda la noche, en algún momento el sol se asoma, nos calienta el cuerpo y el corazón y nos descubre la maravilla que es la cordillera en su primera nevada... ¡Dan ganas de salir corriendo a encontrarse con ella y hacer una guerra de bolas de nieve!... Siempre digo que cada estación tiene sus encantos, pero parece que aquí ellos son mayores, aunque soy sospechosa para hablar de esto, porque estoy demasiado enamorada de mi país y estoy convencida de que nunca se me va a pasar... Bueno, esa es la idea.
    Y entre tanta pasión y el calorcito acogedor de la estufa que seca un poco el aire pero evita que estemos tiritando miserablemente, aquí va la de la semana.


    Estaba aquí sentada en el computador pasando en limpio los textos de mi diario para el computador, aprovechando la tranquilidad de esta tarde nublada, cuando llegué a una parte en que hablo de los pobres que cuentan las monedas para el ómnibus mientras aguardan  en el paradero, y de repente, me vino a la mente la primera vez que vi este gesto en otra persona: era un hombre delgado y bajo, ya no tan joven, que esperaba la micro en un paradero por el cual yo pasaba. Vestía un ternito de color incierto, brillante por el uso, pero muy atildado a pesar del cuello y los puños de la camisa raídos, prolijamente remendados. Yo iba paseando, creo que volviendo a casa después de las clases, entonces tuve tiempo de observarlo detenidamente. No sé por qué me llamó la atención, pero mis ojos cayeron sobre él en el exacto instante en que se metía la mano al bolsillo de la chaqueta para sacar un puñado de monedas. Las dejó en su mano abierta, una mano morena y de piel gruesa, sufrida, y con la otra empezó a revolver el montón buscando sencillo para pagar la micro. Contaba cuidadosamente, con atención y diligencia, con la minuciosidad de quien no puede desperdiciar ni siquiera las moneditas que nadie quiere. Se inclinaba atentamente sobre su mano, frunciendo un poco el entrecejo, y modulaba con los labios finos la cuenta para completar lo que necesitaba.
    Yo simplemente paré, movida por un sentimiento que no conseguía comprender, pero que me calaba profundo como muy pocas cosas lo habían hecho en mi vida a esa edad, unos doce o trece años. Tuve una percepción tan brutal y conmovedoramente clara de la historia de aquel hombre, todo escrito en su postura, en su ropa, en su rostro, su cabello cuidadosamente peinado con gomina, en los zurcidos tan esmeradamente trabajados, en el empeño de verse decente, honesto, trabajador, humilde pero digno, entero, consciente de su pequeñez pero no amilanado por ella... Su imagen y sus gestos me golpearon allá en el fondo,  en un lugar que todavía no conocía, donde se despertaba por primera vez la percepción, la comprensión, la reflexión y una de las primeras lecciones conscientes que recibí a través de este don... Curiosamente, y a pesar de haber sido una experiencia tan fuerte y marcadora, ella nunca fue traducida a palabras, no se me ocurrió en ese momento, ni después, sentarme y escribir sobre ella, mismo si jamás la olvidé, y hoy me doy cuenta de que aquella fue la primera vez en que el don de la percepción y la interpretación e identificación con los otros se manifestó, sólo que en esa época yo estaba convencida de que mi vena literaria estaba dirigida a los cuentos y novelas, no a las crónicas (dicho sea de paso, ni siquiera tenía idea de lo que era una crónica) Entonces, mismo habiendo sido tan profundamente tocada por ella, la dejé ahí, sólo como un recuerdo muy especial, hasta hoy, en que percibí su importancia. Este recuerdo es un marco, fue la puerta que se abrió, el encuentro más importante, mi punto de partida como la escritora que soy ahora. Cuando intentaba explicarles a los demás esta escena y cómo me conmovió, nadie conseguía entenderme, hasta porque yo misma no era capaz de describir mis sentimientos en toda su profundidad y significado, ya que no conseguía comprenderlos por completo. ¿Por qué ese hombre? ¿Por qué ese día? ¿Por qué contando moneditas? ¿Qué significado tuvo  esta acción y toda la postura y el aspecto de este hombre humilde, que fue capaz de mostrarme, mismo inconscientemente en aquella época, el camino que debía seguir cuando me tornara adulta? Porque ahora veo claramente que fue ese su cometido, ya que la experiencia contiene todos los factores que hoy componen mi estilo de escritura, la dinámica, el proceso de observación, dramatización, reflexión y conclusión que uso para desarrollar y traducir a palabras los acontecimientos que atestiguo en mi vida diaria.
    Se me llenan los ojos de lágrimas delante de la breve imagen de este humilde desconocido, de pié en el paradero de la micro, inclinado sobre su mano, donde tintineaban las monedas.... ¿Quién era? ¿Para dónde iba? ¿Cuál era su historia? ¿Me esperaba sin saber? ¿Durante cuánto tiempo este encuentro fue planeado?... Con certeza él nunca supo lo que su aparición significó para mí, siguió su camino y vivió su vida, pero esto reafirma mi creencia de que tenemos que estar siempre atentos, abiertos y dispuestos delante de la vida porque ella siempre nos prepara este tipo de sorpresas y si no estamos podemos perderla y robarle un pedazo importante a nuestra cuota de experiencias de vida, a nuestro crecimiento. Así mismo, nosotros podemos ser motivo de alguna revelación o transformación para alguien más, una inspiración o una oportunidad, por lo tanto, tampoco debemos descuidarnos de nosotros mismos con respecto a los otros.
    Que cada encuentro sea, entonces, un pequeño milagro de percepción, comunicación y reflexión, no importa cuán simple parezca, porque ahora, más que nunca, me doy cuenta de cómo todo es valioso... Cada encuentro vale oro, no importa dónde ni con quién. Cada encuentro. Todos los encuentros.

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