quarta-feira, 15 de agosto de 2012

Otro tipo de música

    El invierno continúa, gana fuerza, y las lluvias se dejan caer sobre la ciudad, mansas, persistentes, dóciles. Aquí no es como Brasil, que cuando llueve parece el fin del mundo. La lluvia es más civilizada. El cielo está cerrado y las estufas encendidas, no dan muchas ganas de salir por ahí. Nos cambiamos de departamento para escapar del ruido infernal de la construcción que crecía junto a nuestra ventana, estuvimos casi una semana sin água caliente en el edificio y estoy empezando a resfriarme... Sin embargo, nada de esto disminuye mi felicidad y mi paz. Ni siempre tenemos días fáciles -en realidad, se dice que tenemos más días difíciles que fáciles- pero esto no debe desanimarnos porque ellos no son castigos, sino lecciones. Así como sabemos que la primavera llegará y transformará el paisaje, así también debemos recordar que nuestro espíritu se sobrepondrá a todas las dificultades y saldremos adelante... Por qué digo esto? Pues porque yo misma andaba medio angustiada con mis propios asuntos, medio escasa de fé y de optimismo y ahí, cuando pensaba que todo iba a salir errado... plim! el destino le dá la vuelta a la página y acá estoy, llena de aliento y optimismo nuevamente. Muchas fichas cayeron en estos dos últimos días y a pesar de que este momento fué bien difícil, tenía a mi hija para escucharme, sostenerme y enjugar mis lágrimas... Parece que una puerta se abrió y dimos otro paso  en nuestro camino hacia la nueva vida definitiva.
    Y aprovechando que no empezó a llover fuerte todavía, aquí postéo la crónica de la semana. Un poquitín atrasada, mas...


    El papá abría lentamente el viejo mueble donde guardaba su preciosa colección de discos y permanecía durante algunos momentos escogiendo minuciosamente los LP que iría escuchar durante la próxima hora. Ojos fijos, entrecerrados, mirada concentrada, como tratando de acordarse del contenido de cada disco, sus dedos recorrían las filas e iban separando ceremoniosamente, casi con reverencia, los autores y sus obras inmortales: Beethoven, Mozart, Wagner, Madame Butterfly, Carmen, Ravel, Benny Goodman, Gershwin, Louie Armstrong... Una vez escogida la selección -siempre eclética y elitizada- colocaba los discos cuidadosamente, uno encima del otro, en el soporte del tocadiscos (lo que en esa época era una tremenda novedad, pues podían escucharse varios discos sin tener que levantarse para cambiarlos) ajustaba la velocidad y limpiaba la aguja en el brazo mecánico con movimientos suaves y meticulosos, dejaba el volumen en una altura agradable y finalmente se dirigía hasta el sofá de la sala, donde acomodaba los cojines, para tenderse cómodamente en él, cubierto por aquel viejo poncho de listas grises y blancas. El ritual había terminado... Entonces, cerraba los ojos y se quedaba en beatífica espera... El primer disco se desprendía del brazo con un leve zumbido y caía delicadamente sobre el plato que giraba. Mi papá soltaba un profundo suspiro de placer  anticipado y esbozaba una sonrisa de la más pura felicidad.
    La música empezaba a tocar, se elevaba, se abría, se deslizaba, invadiendo cada rincón de la casa. Pocos momentos después escapaba de allí y se esparcía por el resto de la casa como un perfume al que nadie conseguía quedar inmune.
    Y yo, metida en mi pieza leyendo o escribiendo, lavandome los dientes en el baño, sentada en la escalera negra que daba al patio o mismo en el hall sin hacer nada en particular o jugando con el perro o uno de nuestros gatos, percibía esos sonidos tomando cuenta lentamente del ambiente, mientras mi papá parecía arrebatado en algún tipo de éxtasis totalmente incomprensible para mí. Porque, ¿qué tanto le encontraba a esa música? ¿Cuál era la gracia? ¿Por qué se quedaba como en transe tendido ahí?... Los acordes tristes y solemnes del "Claro de Luna", de Beethoven, o el modernismo de Gershwin y hasta la alegría llena de ritmo de Louis Armstrong, la grandiosidad de Wagner y el dramatismo de "Madame Butterfly" no hacían el menor sentido para mí. Peor, llegaba un momento en que se volvían completamente insoportables, pues para mis oídos vírgenes sonaban como un montón de acordes  sin orden ni concierto, sin ninguna armonía o lógica. Parecían los delirios de algún alucinado a quien tenían el topete de llamar de "genio"... Al poco tiempo de estar oyendo estas cacofonías absurdas, me sentía tan irritada que cerraba la puerta de mi pieza, o me iba al fondo del jardín, o me largaba a la calle a dar vueltas hasta que ese concierto extraterrestre terminara... Pero antes de salir, cuando pasaba por el hall, le echaba una última mirada de curiosidad y desconcierto a mi papá, que continuaba tendido en el sofá, ajeno a todo y a todos, aparentemente abstraido por completo por esta música, y no podía dejar de preguntarme cómo era que ese montón de sonidos absurdos y desconectados podían proporcionarle semejante transe de felicidad y paz...
    Bueno, durante mucho tiempo aún continué siendo obligada a escuchar pasivamente estas sesiones musicales de mi papá, sin entender el encanto, la serenidad y el placer que le provocaban... Las notas seguían flotando, chocando, mezclandose sin coherencia alguna, subiendo y bajando, instrumentos locos ecoando en mis oídos como una tortura... Hasta que un día -no sabría decir exactamente cuándo ni cómo, calculo que como el resultado de algún tipo de proceso inconciente y constante dentro de mi cerebro- así, sin más, la séptima sinfonía de Beethoven penetró por mis oídos y, voilá!: la combinación de los tonos y los instrumentos, de los acordes, tuvo sentido, empezó a mostrar alguna lógica. Súbitamente, la trompeta de Louie Armstrong o el piano de Lizst parecieron entrar en un misterioso y agradable acuerdo con el resto de los instrumentos. Los pasajes, las áreas, las armonías, los tonos, la delicadeza o la fuerza  de algunos arreglos comenzaron a mostrar algo más, a tocar alguna fibra hasta entonces desconocida dentro de mí. Los caminos de las música se mostraron sorprendentes y deliciosos, y ella empezó a mostrarme sus sutilezas, sus trucos, sus intenciones... Entonces pasé a no huír más de ella. A veces haciendo un poco de esfuerzo inicial, ya no cerraba la puerta, no salía al patio, me quedaba en la sala con cualquier excusa  e, imitando al papá, me sentaba en el sillón y cerraba los ojos, relajaba el cuerpo y vaciaba mi mente de todo lo demás que no fuera el sonido saliendo del tocadiscos, abría algún tipo de puerta, de túnel, construía un puente por el cual las notas se acercaban y entraban, invadiendome por completo. Respiraba hondo y entonces me decía, admirada y emocionada: "¡Entonces esto es la música! ¡Esto es lo que despierta dentro de quien la oye!"... Y no me cansaba del milagro constante e inagotable en su diversidad que algunos humanos habían sido capaces de, generosamente, crear para nosotros. Ahora entendía el ritual de mi papá, su expresión de paz, de felicidad. Hacía mucho tiempo que él había aprendido a escuchar. Yo estaba empezando ahora y, en un segundo, pude preveer cuánto podría crecer y aprender, cuánto podría compartir y enseñar gracias a este don recién descubierto: escuchar.
    Después, cuando la música ya formaba parte indivisible de mi existencia, descubrí que no sólo poseemos la cualidad de oír y apreciar las melodías, mas también -a través de mi trabajo en el teatro- las palabras, el sonido y el desahogo de los otros. Podemos escuchar sus historias, sus idéas, sus planes, sus sueños. Podemos escuchar sus tristezas, sus frustraciones, sus resentimientos... Digamos que es otro tipo de música, a veces triste, a veces alegre, furiosa, divina, pero siempre verdadera, que necesita ser oída, así como prestamos atención al canto de los pájaros, al toque del teléfono, al silbido de un galanteador, al arrullo del mar. La voz del ser humano en todas sus tonalidades e idiomas forma parte de la sinfonía de la vida. No podemos ignorarla. Tenemos que aprender a oírla, a interpretarla, a asimilarla, pues si la música nos transmite y despierta en nosotros cosas tan profundas y verdaderas, ¿qué diversidad maravillosa podremos descubrir en la voz que nos habla?.
    Aprendamos, pues, a escucharla, a acogerla, a comprenderla y abrazarla. Al principio puede parecernos desafinada, extraña, podemos no tener la paciencia y la sensibilidad para entenderla y aceptarla porque no estamos acostumbrados a prestarle la debida atención, sin embargo, y tal como me sucedió a mí con la música que mi papá oía, en algún momento, si insistimos y nos deshacemos de los preconceptos y de la pereza, llegaremos a comprender y disfrutar cada palabra, podremos sacarle provecho y -quién sabe- un día nuestras propias palabras, habladas, escritas, cantadas, serán apoyo, consuelo y ejemplo para los demás.


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