terça-feira, 7 de setembro de 2010

Dos ciclistas

Bueno, conseguí un tiempito para sentarme aqui a escribir hoy en la mañana porque es feriado, entonces no vamos a trabajar. Pero esto no significa que no vamos a ensayar, eso está totalmente fuera de cuestión. A final de cuentas el estreno es este viernes!... Entonces, mismo con la empleada en São Paulo en el casamiento del hermano -se supone que vendría hoy, pero tengo certeza de que no consiguió pasaje, a pesar de que yo le aconsejé a comprar el de vuelta antes de salir- la casa para limpiar y el almuerzo para preparar, todavía me sobran un par de horas y quiero aprovecharlas para cumplir con este deber sagrado: postear la crónica en el blog. La semana pasada no lo conseguí porque tuvimos que resolver un montón de problemas -de esos chicos pero antipáticos- sobre el espectáculo, ver las ropas y darle un sermón a los contra-reglas que más conversan y pierden la hora de mover los escenários o jalar las cuerdas de lo que ayudan. Pobres, es que no están acostumbrados a ese tipo de rutina llena de marcaciones, músicas y otras sutilezas por el estilo, entonces estamos tratando de ser pacientes con ellos. A final de cuentas, su trabajo siempre se redujo a cortar, aserruchar, pintar, clavar, raspar y trasladar cajas y fierros, nunca tuvieron que lidiar con aparecer en el escenario para agradecer, vestir figurines, quedarse callados en las bambalinas y ese tipo de cosa. Pero como estamos en la semana del estreno, las cosas están poniendose medio tensas, porque no puede haber ni un tipo de error en la presentación, lo que significa que se espera de todos nosotros nada menos que la perfección. Las expectativas son gigantescas, así como las perspectivas, entonces tenemos que ser exigentes y no aceptar disculpas para faltas de disciplina... Bueno, como a mí me encantan los desafíos, no me incomoda para nada y estoy segura de que a mis alumnos tampoco. Sé que van a dar lo mejor de sí y que el resultado será magnífico, lo que puede traernos a todos cosas muy positivas en el futuro.
Bueno, y sin más demoras, aquí vá la crónica de la semana:



Apresurada, fuí a atravesar la calle, con la cabeza llena de problemas que resolver, llamadas que hacer, reuniones a las cuales comparecer, listas, relatorios, fechas y horarios, y casi fuí atropellada por un muchacho en una bicicleta azul. Frenó abruptamente, haciendo chirriar los neumáticos y, mirandome con una expresión en la que se mezclaban la reprobación y el descaro, exclamó en un tono insolente, alto lo bastante como para que los transeúntes que pasaban pudieran escuchar:
-Hey, tía, mire por donde anda! La calle no es suya, sabía?.
Yo me quedé paralizada durante algunos segundos, mirándolo como un ratón preso en una trampa, sintiendome impotente delante de su agresiva superioridad, que él exageraba frente a los otros, que contemplaban la escena con curiosidad y un destello de conmiseración. Yo tenía la sensación de que ninguno de ellos arriesgaría el cuello para defenderme o siquiera darle una mirada severa al muchacho que, sabiéndolo, se sentía el rey del mundo, el propio Al Capone de bermudas, condoritos y tatuaje de calavera en la pantorrilla. Su cara era tan tosca, su expresión tan amenazante y su tono tan imponente y descarado, que todos preferían ignorar el incidente a intervenir y llamarle la atención porque, en realidad, debería haber parado, pues yo estaba en la faja de peatones. Pero su talante era igual a tantos otros, que aparecían en el noticiero después de un tirotéo, un asalto, un secuestro, un acierto de cuentas entre cuadrillas, que nadie tuvo el coraje de acercarse para apoyarme. Ni yo misma osé abrir la boca para reclamar o cobrar un poco de educación, pues me sentí impotente y sola ante su baladronada y sus ademanes intimidantes... No tenía más que quince o dieciseis años, cuerpo esbelto y musculoso, forrado de tatuajes y cicatrices, rostro de facciones angulosas, boca gruesa, una ceja raspada en un dibujo, piercing en la lengua, el lábio y el párpado. Vestía bermuda, condorito y camiseta descolorida, unas mechas de cabello castaño apareciendo debajo de su gorra, los ojos obscuros y fríos, con el brillo feroz de quien es obligado a defender todos los días su territorio con una única mirada. La bicicleta que montaba era demasiado pequeña para él, mal conseguía sentarse en el sillín, y el azul cromado estaba casi cubierto por adhesivos y flecos de plástico. A cada movimiento suyo podía escuchar el barullo irritante de las cuentas subiendo y bajando por el aro de las ruedas... Amedrentada, desvié los ojos de él y traté de retomar mi camino, pero él puso la bicicleta delante de mí, riendo burlonamente, y agregó en un tono ronco y agresivo:
-Disculpe, madame, pero estoy medio atrasado, con permiso.- y subiendo de un salto en los pedales, salió a toda velocidade por la calle, riendose a carcajadas.
Yo me quedé para ahí, igual a un perro que llevó una patada, mirando su silueta que disminuía velozmente, el corazón desbocado, la boca seca, temblando de rabia y miedo, pero sin conseguir reaccionar, sintiendome idiota, ultrajada, abandonada... Pero qué estaba sucediendo con esta juventud? Todos ellos se habían vuelto locos? Habían apagado de sus vidas las buenas maneras, las palabras inteligiblels, la compasión? Nadie les había enseñado respeto, consideración? No sabían lo que era una sonrisa?... Tragandome la revuelta y el miedo, dí un paso hacia la otra vereda, cuando divisé, viniendo del otro extremo de la calle, otro ciclista, y paré instantáneamente. El se aproximó, pedaleando a toda velocidad. Era asustadoramente parecido con el anterior: bermuda jeans, camiseta, zapatillas, cabeza raspada en un dibujo tribal, piercing en la ceja, guantes de cuero negro... Eu estremecí y empecé a retroceder... Sin embargo, para mi sorpresa, cuando llegó más cerca, el muchacho disminuyó la velocidad, mirandome con una chispa de simpatía y la sombra de una sonrisa distendiendo su faz morena, y acabó parando como a medio metro de mí. Hizo un gesto con la mano para que yo pasara y, mientras yo obedecía, totalmente desconcertada por semejante cortesía, él dió una mirada hacia la iglesia que se erguia al fondo y, cerrando los ojos, se persignó con profundo respeto. Hasta me pareció que habia murmurado una rápida plegaria y, viendo que ya me encontraba al otro lado, me sonrió fugazmente, montó en su bicicleta nuevamente y se alejó atrás del otro ciclista, zigzagueando entre los buses y los coches.
Me quedé observandolo durante alguns minutos, tomada por un alud de sentimientos que chocaban entre sí. Porque hacía mucho tiempo que no llevaba una sorpresa así... Pues quién diría? El muchacho de cabeza raspada y piercing en la ceja, tatuaje de sirena en el brazo y pulsera de metal con clavos, se persignó respetuosamente, murmuró una oración mínima pero profunda, como un chico bien educado, anticuado, ingenuo, crédulo, hasta devoto, quién sabe -de aquellos que ya no existen más, por lo menos no con ese aspecto de rebelde- y aún tuvo la caballerosidad de cederme el paso a la hora del rush haciendo ese gracioso gesto con su brazo fino y nervudo... Mientras retomaba mi camino, pensé, admirada: "Cómo pueden dos personas tan parecidas, que talvez viven por la misma ideología, desenvuelven los mismos comportamientos y lenguajes, actuar de maneras tan diferentes?"... Me pregunté qué habría sido lo que provocó esa diferencia en sus actitudes. En qué punto del camino y por cuál capricho del destino escogieron, uno asumir su lado obcuro y peligroso, y el otro continuar cultivando la bondad y la fé? Eran tan parecidos que podrían pasar por hermanos, con certeza provenían de poblaciones de la periferia, pobres y abandonadas, asoladas por cuadrillas y violencia, y no se hacían ilusiones respecto a sus futuros; y a pesar de esto, uno de ellos había conseguido, de alguna forma, mantener los valores, la fé, em comportamiento cierto para poder convivir en paz con el resto del mundo. La esperanza y unas gotas de inocencia y optimismo todavía brillaban en su mirada, se adivinaban en sus gestos. Ya en el otro muchacho pude observar un abismo, un túnel sin salida, una puente que había sido quemada; algo sin vuelta, sin futuro. Ni en sí mismo ele creia, a pesar de su pose y sus baladronadas, que daban la impresión de que era el dueño del mundo y podía hacer lo que quisiese en él y con las personas que vivían allí.
Llegué a mi trabajo todavía pensativa, preocupada, y me senté en mi oficina en silencio, meditando, reevaluando aquella máxima que dice que lo que vale es la primera impresión. pues aquel incidente la había derribado nuevamente. Porque no era la primera vez que comprobaba esto y, percibir que podemos, a veces, ser fácilmente engañados por una cara fea, una ropa zurrada o un lenguaje deficiente, siempre reencendía mi esperanza de que todavía tenemos salvación, de que podíamos creér los unos en los otros sin importar lo que pareciésemos a primera vista... Pena que estemos tan ligados a la imagen, al status, al poder -y este error crece cada día más- y nos séa tan difícil ver el verdadero ser humano que está delante de nosotros. No estoy excenta de este pecado y lo cometo una infinidad de veces, pero hay días en que, como en aquella mañana, la verdad surge de repente frente a mí como para recordarme de no juzgar ni condenar sin conocer, para convidarme a dar una oportunidad. No que esto va a hacer desaparecer la maldad o a las personas negativas, mas por lo menos, nuestras conciencias quedarán tranquilas si le concedemos, ni que séa por algunos minutos, otra oportunidad a aquel que Dios coloca en nuestro camino.

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